miércoles, 3 de octubre de 2018

El Hombre que Pudo Reinar (1975)


Título original: “The Man that Would Be King”

Género: Aventuras.

Director: John Houston.

Intérpretes: Sean Connery, Michael Caine, Christopher Plummer, Saeed  Jaffrey.

Nacionalidad: Estadounidense.



Impresiones

A veces pienso que el modo más económico de viajar, el que menos afecta a nuestro peculio, es la noble actividad de ver películas. Pocas producciones consiguen emular esa sensación de traslado tanto como “El Hombre que Puedo Reinar” y su poderosa oleada de evocación. Ya desde los primeros fotogramas nos vemos inmersos en unos lugares ventosos, polvorientos, exóticos y misteriosos; a poco que uno ponga algo de intención por su parte no es dificultoso trasladarse a la India colonial, algo enigmática y excéntrica para nuestros occidentales ojos. 




Se podrá aducir que la película se rodó en localizaciones de Marruecos, Francia y los estudios Pinewood, pero salvo que seas un etnólogo enloquecido tales detalles son insignificantes a la imaginación y a la magnífica dirección artística.

Dos aventureros ingleses, integrantes de la tropas coloniales inglesas en la India (con una indisciplinada hoja de servicios, eso sí), tienen la intención de emprender un viaje al mítico e ignoto  país de Kafiristán y, con argucias y trapicheos, convertirse en reyes y llevarse calentito lo que buenamente puedan, ya sean gemas, oro u otros valiosos objeto. El viaje no va a ser precisamente una excursión, habrán de salir de la India cruzando el Paso Khyber, atravesar Afganistán y sortear unos tremendísimos colosos montañosos. La premisa de la película radica en los riegos del viaje, las insospechadas peripecias, y el ingenio y trapacerías con las que Drabot y Carnahan (que así se llaman los aventureros) tratarán de sobrevivir.



La película, por muy de aventuras que sea, no tiene ningún héroe en el sentido clásico del término. Drabot y Carnahan son dos pillos, dos granujas con muchas agallas e iniciativa, pero completamente cínicos y amorales. Sin embargo simpatizamos con ellos por su carácter desenvuelto, su humor entre nihilista y anarcoide y su verdadera desfachatez. Pero también por su valor. En cierto modo el Imperio Británico se formó con gente así, aunque encauzados en otro sentido.



También es uno de los mejores, y más inteligente, cantos a la amistad que se haya visto en cinta alguna. Y lo hace sin perorar, alejándose de retóricas diatribas y del pasteleo lacrimoso. A fin de cuentas la amistad, en estas y muchas aventuras, se demuestra andando. A través de ríos invadeables o colosales cordilleras si hace falta.

Más allá de las consideraciones de tipo político, las aventuras de índole colonial son un sustrato excelente para las películas de aventuras. Y han tenido influencia. A modo de ejemplo, me es difícil concebir “Indiana Jones y el Templo Maldito” (1984) sin “Gunga Din” (1939) o, precisamente, “El Hombre que Pudo Reinar.
En cualquier caso, si son aficionados al género de aventuras y todavía no han visto “El Hombre que Pudo Reinar”, lo primero que tienen que hacer es programar una sesión con ella. Será muy difícil que no les guste.



Análisis

Dirección: John Houston es un director de carrera excelente, aunque algo irregular, que ha tocado casi todos los palos posibles. Sin embargo hay en él un afán aventurero que le hace ser un director muy apto para el género. ¿Cómo no iba ser un buen director de aventuras alguien que había dirigido “El Tesoro de Sierra Madre” (1948) o “La Reina de África” (1951)? Su pericia se nota en la capacidad de maravillar al espectador desde el inicio con unas imágenes exóticas y pintorescas que asientan el ambiente ideal para trasladarnos al lejano oriente. John Houston dignifica el cine de entretenimiento aportando no solo sustrato y profundidad, sino también imponiendo un ritmo casi magnético del cual es difícil despegarse.

Actuaciones: “El Hombre que Pudo Reinar” cuenta con un duelo interpretativo de niveles galácticos. Imaginen lo que es contar con dos de los mejores actores británicos de todos los tiempos, Sean Connery y Michael Caine. El primero interpreta a Daniel Drabot, tan barbián como su compañero, pero por circunstancias  un tanto “místicas” acabará siendo sensible a los delirios de grandeza y al providencialismo más fatuo. Michael Caine interpreta a Peachy Carnahan, que muestra (dentro de la aventura) ser algo más sensato y templado de carácter. Más allá de actuaciones individuales, lo que presta a la película un plus de excelencia es la magnífica compenetración de ambas estrellas, formando una pareja digna de los mejores tándems del celuloide. Responden además a un arquetipo muy propicio a John Houston, la de los perdedores que tratan de corregir su penuria a base una mezcla de dignidad y trapacerías. Excelente también Christopher Plummer en el papel de Rudyard Kipling. Impagable su cara de asombro en un momento dado de la película. Es una de las caras de asombro más conseguida en una película (si existiera un ranquin tan chorra)

Guion: El guion está inspirado en el relato corto homónimo de Rudyar Kipling, corriendo la adaptación a cargo del propio John Houston y de Gladis Hill. Lógicamente se añaden numerosos eventos que en el relato no aparecen, pero que al estar notablemente escritos hacen que el guion tenga entidad propia. Aparte de la correspondiente parte de acción y peligro, la historia aborda temas, de forma casi poética, como la amistad, la ambición o el ansia de gloria y poder. El guion está escrito con un ritmo divertido y continuamente entretenido. Además tiene un agradecido sentido del humor procedente de la estrafalaria conducta de Drabot y Carnahan.

Factura Técnica: El 90% de los paisajes que vemos en la película (y hay muchos) son de una belleza desbordante. La parte plástica está siempre a un paso del síndrome de Stendhal y acierta en plena diana a la hora de llevarnos de la mano a lugares casi de ensueño. Como decíamos, no está rodada en los sitios donde se sitúa la novela; se ve que rodar en Kafiristán (que por cierto, existe; es una región casi inaccesible de Afganistán) era una miaja difícil. Da igual; la belleza y la imaginación, cruciales en el cine, cumplen sobradamente. No es desdeñable tampoco la banda sonora del genial Maurice Jarre, a base de marchas militares y temas más épicos, u oscuramente místicos.

ZONA SPOILER

-El hecho de que el propio Rudyar Kipling aparezca como testigo inicial del viaje a Kafiristán y luego como oyente del increíble relato, aporta un sentido curioso a la narración si tenemos en cuenta que es Kipling el autor del relato. Es como una historia que encierra, a su vez, otra historia. Y al plasmarse en una película y, por lo tanto añadir al espectador, es como si tuviéramos tres niveles de realidad.

-Drabot es el más teatral y excesivo, con buena maña para la suplantación. El problema viene cuando crees que toda la sucesión de acontecimientos no son casualidades, sino cosa del destino: el alud que facilita el paso del abismo en las montañas, la bandolera que protege a Sean Connery de la flecha, el símbolo masón que distinguió a Alejandro Magno y sus hombres en su paso en Kafiristán….

-Resulta tragicómico ver el comportamiento pomposo y endiosado (nunca mejor dicho) de Drabot cuando le invisten como rey. Del payasete inicial pasamos a la altisonancia regia supuestamente de origen divino. En ese momento Carnahan adopta un perfil más bajo y parece mucho más sensato.

-Resulta inquietante el momento en que justo antes de celebrase la boda entre Drabot y Roxana, Carnahan se atemorice ante los malos augurios y presienta que algo horrible va a suceder. Los planos a la estatua del dios protector (¿Indra?), junto con la solemne música, nos hacen pensar que la deidad ha descubierto el engaño y prepara su castigo.   

-Cosa que invariablemente pasa. Roxana, en una especie de éxtasis, muerde a Drabot y muestra que no es un dios, ni el hijo de Sikander, ni nada que se le parezca. Es un humano que sangra como los demás.  La turbamulta enfurecida sale en pos de los embaucadores.

-Curioso el papel de Billy Fish. El único superviviente de la expedición geográfica y cicerone y traductor de Drabot y Carnahan. Se pone a su servicio de una forma leal en extremo, quién sabe si por mero mantenimiento de la jerarquía militar.
-Si bien parece que el mayor vínculo fraternal se establece entre los masones. Todo esto es crucial para que se establezca un lazo de amistad entre Kipling, Drabot y Carnahan. La masonería también será el salvavidas momentáneo de Drabot y la causa de su fraudulento ascenso a rey.

-El cinismo de Drabot y Carnahan nos deja frases desopilantes: “No somos dioses, somos británicos; que es casi lo mismo”. O cuando Drabot alecciona militarmente al poblado gobernado por Ootah: “Los soldados no están para pensar, están para obedecer. Si pensaran ¿creéis que entrarían en combate por su país o por su reina?”

Escena Favorita

-Tópica pero inevitable. Estamos en el tramo final de la película, y la ciudad de Sikandergul ha visto que Drabot no es el hijo de Sikander (la divinización de Alejandro Magno). Enfurecidos, los habitantes de Sikanderguk, persiguen con saña justiciera a Drabot y a sus compadres Carnahan y Billy Fish. Llega un momento en que se ven acorralados junto al puente que ha mandado construir Carnahan. Billy Fish prácticamente se autoinmola al lanzarse sobre la multitud con un simple sable; la fidelidad que muestra es emocionante.

 Drabot aún tiene tiempo de pedir perdón a Carnahan por su comportamiento y por llevarle a una más que probable muerte. Carnahan, con una sonrisa en los labios, perdona “de todo corazón” a Drabot. Cuando Drabot se coloca en la parte central del puente colgante para que los kafiris lo corten y su cuerpo caiga al vacío, empieza a cantar una vieja tonada junto con su colega. Tras ver caer a Drabot por un abismo, comprendemos que hemos visto un ejemplo de genuina amistad, de una fidelidad llevaba a su extremado y mejor límite.

Carnahan escapa de una posterior crucifixión y tras un milagroso regreso cuenta toda la historia a Kipling. El portentoso asombro de Kipling tras escuchar la aventura es el nuestro; el de los espectadores arrobados ante un muestrario de maravillas, imprevisibles glorias y heroicas derrotas. Finalmente, la calavera de Drabot nos observa.

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